Si vienes de Facebook, respira hondo. Lo que estás a punto de leer es más perturbador de lo que imaginaste cuando hiciste clic.
La historia de Sara no termina en esa tienda de abarrotes.
De hecho, apenas comienza.
El Silencio Más Largo del Mundo
El dueño de la tienda, Don Manuel, había visto muchas cosas en sus 30 años atendiendo ese negocio.
Pero nunca una situación como esta.
La niña temblaba detrás del mostrador. El hombre de negro permanecía inmóvil junto a la entrada, con las manos a los costados.
Su rostro era extrañamente familiar.
Los otros clientes comenzaron a acercarse, formando una especie de barrera protectora alrededor de Sara.
—Señor, quédese donde está— ordenó Don Manuel con voz firme, mientras marcaba el 911.
El hombre no se movió. Solo miraba a la niña con una expresión que era imposible de descifrar.
¿Dolor? ¿Desesperación? ¿Locura?
—Sara, mi amor, soy yo... papá volvió— repitió el hombre, esta vez con la voz quebrada.
La niña negó con la cabeza, las lágrimas corriendo por sus mejillas.
—Mi papá está muerto. Yo fui a su funeral. Vi su ataúd.
Las palabras cayeron como piedras en el silencio de la tienda.
El hombre dio un paso al frente.
Todos retrocedieron.
—Por favor, solo déjame explicarte...
—¡NO SE ACERQUE!— gritó una señora desde atrás.
Afuera, las sirenas comenzaron a sonar.
La Llegada de la Policía
Dos patrullas se detuvieron frente a la tienda en cuestión de minutos.
Cuatro oficiales entraron con las manos en sus armas.
—¡Manos arriba! ¡Ahora!
El hombre de negro obedeció sin resistirse. Su mirada seguía clavada en Sara, como si quisiera grabar su rostro en la memoria.
—Está bien, pequeña— dijo una de las oficiales, agachándose junto a Sara—. Ya estás a salvo.
Pero Sara no dejaba de temblar.
Uno de los policías esposó al hombre y comenzó a revisarlo. Sacó su billetera, algunas monedas, llaves...
Y un teléfono celular.
—Vamos a necesitar que nos acompañe, señor. Y este teléfono va a ser confiscado como evidencia.
El hombre no protestó. Antes de que lo sacaran, miró una última vez a Sara y susurró algo que solo ella alcanzó a escuchar:
—Perdóname, mi niña. Perdóname por todo.
Sara sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
Algo en esa voz...
Algo en esos ojos...
Don Manuel llamó a la madre de Sara. Elena llegó en menos de diez minutos, pálida y al borde del colapso.
Abrazó a su hija con tanta fuerza que casi no la dejaba respirar.
—¿Estás bien? ¿Te hizo algo? Dios mío, Sara...
—Estoy bien, mami. Hice lo que me dijiste. No fui a la casa.
Elena cerró los ojos y agradeció en silencio.
La oficial se acercó a ella.
—Señora, necesitamos que nos acompañe a la estación. Tenemos que tomarle declaración a la niña y... hay algo que debe ver.
El tono de su voz hizo que Elena sintiera un nudo en el estómago.
En la Estación de Policía
La sala de interrogatorios olía a café rancio y desinfectante.
Sara estaba sentada junto a su madre, bebiendo un jugo de naranja que una secretaria le había traído.
El detective Ramírez entró con una carpeta bajo el brazo y una expresión grave.
—Señora Martínez, ¿podría decirme el nombre completo de su difunto esposo?
Elena frunció el ceño.
—Roberto Martínez Solano. Murió hace dos años en un accidente automovilístico. ¿Por qué?
El detective abrió la carpeta y sacó una licencia de conducir.
La puso sobre la mesa.
Elena la miró... y el mundo se detuvo.
Era la foto de Roberto.
Su Roberto.
—No... no puede ser...
—Señora, el hombre que estaba siguiendo a su hija se llama Roberto Martínez Solano. Su fecha de nacimiento coincide. Sus huellas digitales coinciden.
Elena negó con la cabeza, incapaz de procesar lo que estaba escuchando.
—Eso es imposible. Yo... yo identifiqué el cuerpo. Estuve en el funeral. Lo enterramos en el Jardín de los Ángeles.
El detective respiró hondo.
—Señora, necesito que me escuche con atención. Revisamos el teléfono del sujeto y encontramos algo...
Sacó el celular, ahora dentro de una bolsa de evidencia.
—Hay cientos de fotos de Sara. Tomadas en diferentes lugares. La escuela, el parque, incluso cerca de su casa.
Elena sintió que la sangre se le helaba.
—Pero eso no es lo más perturbador.
El detective deslizó el teléfono sobre la mesa y mostró una carpeta de fotos.
Elena miró la pantalla.
Y lo que vio la hizo gritar.
Las fotos no eran solo de Sara.
También había fotos de ella.
Durmiendo en su habitación.
Cocinando en la cocina.
Saliendo de la ducha.
Cientos de fotos.
Tomadas desde afuera de las ventanas de su propia casa.
Durante meses.
Elena sintió que iba a vomitar.
—Dios mío... ¿quién es este hombre?
Sara, que hasta ese momento había estado en silencio, habló con voz pequeña:
—Mami... ese hombre tiene la misma cicatriz que papá.
Todos voltearon a verla.
—¿Qué cicatriz, mi amor?
—En la mano derecha. La que se hizo cuando me estaba enseñando a andar en bici. Yo la vi cuando levantó las manos en la tienda.
El detective Ramírez sintió un escalofrío.
—Voy a necesitar que exhumen el cuerpo que enterraron hace dos años.
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